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sábado, 29 de enero de 2011
Testimonio de un exiliado cubano
Exiliado por Eisenhower, salvado por Estados Unidos
Una decisión política que cambió mi vida y la de mis compatriotas, de manera inesperada y para siempre
Roberto González Echevarría, New Haven 24/01/2011
Hace cincuenta años la administración del presidente Dwight D. Eisenhower rompió relaciones diplomáticas con el gobierno de Fidel Castro, instalando a Cuba en medio de la Guerra Fría y transformando, para siempre, mi vida y las de mis compatriotas.
Ya para enero de 1961, había pasado año y medio en Tampa, Florida, donde algunos de mis familiares habían residido desde los años treinta, y donde mis padres habían fijado nuestra residencia en 1959, con la intención de dejar pasar el tiempo que hiciera falta para que la vida en Cuba volviera a la normalidad, o quizá para quedarnos allí de manera permanente.
Tenía yo entonces 17 años y había viajado a la isla cerca de seis veces. Esto se debió a que había dejado atrás a mi novia, Mercy, y también a que no podía acostumbrarme a la vida norteamericana, sobre todo a las costumbres de sus adolescentes (teenagers) que se me figuraban tontas. (Ser “teenager” no existía como rol en la cultura cubana.) Para adquirir esos pasajes de avión ahorraba cada centavo procedente de mis diversos trabajos como friegaplatos y empaquetador de supermercado.
Pero con la ruptura diplomática, mis viajes a la Isla llegaron a su fin. Aunque no lo supe en ese momento, la decisión de Eisenhower me había convertido en exiliado. No volvería a poner pie en Cuba de nuevo hasta 18 años después, cuando viajé con un comité de exiliados para considerar la liberación de prisioneros políticos.
Aunque muchos cubanos en circunstancias similares a las mías se hicieron ciudadanos norteamericanos en la primera oportunidad, conscientes de que su traslado era permanente, yo me negué a hacerlo, porque ingenuamente asociaba ciudadanía con nacionalidad. Y me aferré a la ciudadanía cubana, a pesar de que mi pasaporte cubano no tardó en caducar, y de que como “residente permanente” de Estados Unidos cuando viajaba al extranjero estaba obligado a utilizar un permiso de regreso al país, documento fastidioso que probaba, entre otras cosas, que había pagado mis impuestos. Viajar por Europa y América Latina implicaba solicitar toda una colección de visas, pero creía que valía la pena sufrir todos estos inconvenientes porque me permitían preservar mi identidad.
También me aferré a mi cultura nativa haciendo del estudio de las literaturas española y latinoamericana la labor de mi vida y, de cierta forma, reviví la experiencia traumática que fue adquirir el inglés de adolescente aprendiendo con dedicación patológica el francés y el italiano en la Universidad del Sur de la Florida. Cuando hablaba esas lenguas me transformaba en distintos individuos; eran como escudos que me protegían de la cultura estadounidense que todavía no podía absorber a cabalidad. En lugar de atarme a un solo rol, la ruptura de relaciones entre mis dos países, en 1961, me transformó en una persona con varias voces en la cabeza, perspectiva múltiple que creo ha marcado de manera radical la crítica literaria que practico.
Hoy día me encuentro lejos y a salvo de lo que denomino, en broma (para tomarle el pelo a mis hijos y nietos norteamericanos) la “teenagehood en Estados Unidos”. Soy ciudadano de este país y disfruto con regocijo su democracia que, a pesar de todas sus fallas, constituye la mejor forma de gobierno a la que podemos aspirar. Cincuenta años tras el rompimiento de relaciones, mientras Cuba continúa siendo gobernada por una gerontocracia masculina, blanca, militarista y totalitaria, Barack Obama es el presidente de los Estados Unidos y Hillary Clinton la secretaria de Estado. ¿Cuál de mis dos países es el revolucionario?
A lo largo de ese medio siglo Fidel y Raúl Castro se las han arreglado para dejar en ruinas un país antes próspero, empujar a un millón y medio de sus ciudadanos al exilio y llenar las cárceles de presos políticos y comunes. Los cambios recientes en la economía cubana, los gestos conciliadores hacia la Iglesia y la liberación y deportación de algunos de sus prisioneros políticos muestran que los Castro están conscientes de la inestabilidad del sistema —sobre el que hace poco Fidel Castro dejó escapar no funcionaba ni en Cuba.
El único cambio, sin embargo, que no se han atrevido a emprender es desterrar el miedo de la vida de los cubanos, pues ése es el pegamento que aglutina al régimen. Miedo a verse acusado por algún vecino que pertenece a uno de los Comités de Defensa de la Revolución siempre de guardia; miedo a que la policía secreta encuentre algo para incriminarte; miedo a permanecer detenido sin cargos durante meses e incluso años; miedo a que las turbas patrocinadas por el gobierno, las llamada Brigadas de Respuesta Rápida, organicen un violento acto de repudio frente a tu casa (como le ha ocurrido a la madre de Orlando Zapata Tamayo, el disidente que murió en prisión como consecuencia de una huelga de hambre el pasado febrero); miedo a que te nieguen la solicitud de permiso para viajar al exterior; miedo a perder el trabajo; miedo, en resumen, a que el largo brazo del poder te alcance y dé un zarpazo.
Me encuentro muy feliz de estar aquí, a salvo de todos esos temores y esperando, contra toda razón, que el próximo hito histórico en Cuba no sea violento y traiga un futuro de paz, prosperidad y democracia.
Ya sin viajes a La Habana y habiendo conocido a otras muchachas, en 1961 le escribí una carta a Mercy rompiendo con ella. Todavía me avergüenzo de esto. Poco después ella vino a Miami con su familia y tuvimos un conmovedor encuentro en Tampa cuando nos visitaron. Pero el noviazgo ya se había acabado. Me han contado que esa delicada y menuda pianista, que aspiraba a ser maestra de kindergarten, se casó con un aviador, aprendió a pilotar (casualmente yo también) y que incluso hace paracaidismo (algo que yo no haría nunca).
Es una constante en la historia: decisiones políticas que afectan la vida del ciudadano común de manera inesperada y a menudo para siempre.
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Roberto González Echevarría es profesor de español y literatura comparada en Yale. Ha publicado Cuban Fiestas.
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domingo, 12 de diciembre de 2010
¿Qué es el exilio cubano?
¿QUÉ ES EL EXILIO?
Por Reverendo Martín N. Añorga
Para algunos, un traslado, un cambio de dirección. Una aventura secretamente deseada que de pronto se hizo realidad. Para muchos una deplorable travesía hacia lo incierto.
Para los que eran afortunados, tenían propiedades bien adquiridas y disfrutaron de las comodidades propias de un intenso trabajo, el exilio fue la pobreza impuesta arbitrariamente, el cambio de los palacios por el estrecho cuartucho de un hotel sin estrellas. Pero fue también la exaltación del decoro, el despliegue de la más arriesgada expresión de la valentía y la máxima manifestación del patriotismo.
Para otros, un ascenso, un salto a mejor economía y a vivir sin mayores problemas.
Habrá quienes crean que el exilio es una bendición: viajamos, tenemos casas más holgadas, manejamos automóviles, y hasta buenas cuentas en el banco. Son los que han anestesiado su dolor por Cuba, inyectados por la ambición desmedida por el dólar.
Hay los que asocian el exilio con la amnesia. Para estos sus vidas empezaron aquí, con imperdonable olvido de los años vividos allá. Son los que cambian de nombre y de idioma, los que se han dejado subvertir la cultura y han aceptado calladamente una nueva geografía.
Están los que se han insertado en el cómodo espacio de la indiferencia. No creen en las organizaciones y por eso no las apoyan. Son los que se pasan la vida criticando a los héroes del pasado y se han dejado clavar en la frente la dolosa marca de la resignación.
Y están también los traidores y tramitados. Los que abandonaron un pedazo de tierra, porque patria no tenían, y han venido para esparcir falsa ideología, para crear divisiones y para servir en este ámbito de libertad al tirano que ha sembrado en la Isla atropellada el crimen, el odio y la opresión.
En el exilio he visto, sin embargo, a campesinos que han fabricado su nueva agricultura en tierra ajena sin abjurar jamás de aquella de la que se despidieron.
He visto en el exilio a médicos y profesionales reconstruyendo sus carreras al tiempo en que trabajaban mal pagados en fábricas hacinadas. He conocido a escritores que sostenían la escoba en sus manos sin olvidar la pluma que les reclamaba el regreso al romance de su vocación literaria.
He conocido en tierras de libertad a mujeres y hombres con la altura moral de una empinada asta de bandera, que llegaron de Cuba cuando eran niños, prendidas sus manos de manos desconocidas. Los padres, allá, en la tierra convulsa se separaban lagrimosos de sus criaturas con la ilusión de que éstas vivieran en tierra libre, con esperanzas vestidas de limpio. Los asombrosos niños de Peter Pan son honra del exilio cubano. Sus logros exaltan la fertilidad del sacrificio y la libertad.
Una de las experiencias más dramáticas del exilio, para mí, es la de despedir en un cementerio local a un cubano que se murió con hambre de Cuba. Pudiera intentar una larga lista, pero siempre cometería impropias omisiones. Voy a mencionar a un íntimo amigo que a punto de exhalar su último suspiro, me dijo con entrecortada voz: "no me duele morir, lo que me duele es morir fuera de Cuba".
El exilio es una rara combinación. Para unos, gloria, triunfos, reflectores, aplausos y riquezas. Para otros, pobreza, soledad, escasez, insomnio y desespero. Este exilio, que se ha ido integrando por etapas, es diverso. Para la gente de mi edad, Cuba es innegociable, la queremos libre, sin zurcidos en el traje. En ese empeño hemos ido dejando pedazos de juventud. Los que han venido llegando después no pueden tener de Cuba el mismo recuerdo que el nuestro. Han dejado atrás una tierra encadenada, un sistema de opresión feroz y un amargo sentimiento de frustración que es perdurable.
Cuando oigo a algún recién llegado hablando despectivamente del exilio histórico, se me sale de seno la rebeldía. Estos cincuenta años de destierro contienen un cúmulo de heroísmo, sacrificio y patriotismo que únicamente pueden negarlo los que estén ciegos por el odio o tienen corrompido el corazón por la maldad.
El exilio es sueño interrumpido, sonrisas que alternan con lágrimas, nostalgias que invaden el alma, despedidas que han dejado incurables cicatrices, es andar al frente con el corazón mirando hacia atrás. No importa lo que hayamos alcanzado ni la importancia que hemos conquistado. Para el verdadero exiliado nada hay que valga más que la ansiosa ilusión de una patria redimida.
Hoy día existen puentes de comunicación entre el exilio y la Isla aherrojada. Hay quienes van a la Isla con un equipaje de sorpresas y un plan empaquetado en carcajadas. Son los que han cambiado el traje de desterrados por el uniforme de turistas. Pero hay otros que van a dar el beso último a la madre enferma y llevan como equipaje pan para saciar el hambre y medicinas para aliviar el mal. Es, evidente, sin embargo, que estos trámites de los viajes a Cuba, sea cual fuere el motivo, cobran el precio del silencio por parte del viajero.
A nosotros, en las primeras décadas del destierro nos tocó una etapa dolorosa y cruel de aislamiento total. Conozco personas - más de lo que quisiera -, que no pudieron cerrar los ojos al padre moribundo, ni visitar a sus enfermos y seres más amados, que en tierra cubana clamaban por un abrazo y por una limosna de cercanía. Cuando veo a algún cínico sonreír malévolamente, cuando hablamos del dolor del exilio cubano, tengo que cerrar mis puños para no golpearlo. El que no es capaz de entender el dolor ajeno ha dejado de ser humano.
El exilio podrá tener sus momentos de alegría, sus horas de disfrute de abundancias y sus conquistas felices; pero no por eso deja de ser fundamentalmente un exilio triste. Cuando se apaga la última nota de la música, se queda vacía la copa en que celebramos la felicidad y regresamos a nuestro íntimo reencuentro con la almohada y desnudamos, ante Dios, nuestra alma sin que nos importe el pudor, sabemos que no tenemos patria, que Cuba nos ha sido robada, que nos espera una tumba bajo cielo extraño y que, a fin de cuentas, por mucho que creamos tener, nada somos. La risa es pasajera, la tristeza es resurgente.
Soy un exiliado, un viejo exiliado. En Miami tengo hijos, nietos y biznietos, amigos y hermanos. Pudiera decir que, a mis años, nada me falta; pero eso sería engañarme. Me falta Cuba, y mientras no la tenga no seré más que un errante caminante que anduvo por sendas que jamás le pertenecieron.
Sé que moriré fuera de Cuba, como un exiliado más; pero el consuelo que me queda es el de que Cuba seguirá viviendo más allá de mi muerte. Otras manos, otras voluntades rescatarán a Cuba de la ignominia.
¡Y ese día celebraré en el cielo, con millares de mis amados compatriotas, la fiesta más grande que haya conocido la eternidad!
Tomado de: