Por David Canela Piña
LA HABANA, Cuba, noviembre, www.cubanet.org.- La última función de Ana en el trópico,
del escritor cubanoamericano Nilo Cruz, durante el XV Festival
Internacional de Teatro de La Habana (clausurado este último domingo),
desbordó los pasillos de la sala Trianón, pero quizás no llegó a colmar
las expectativas de quienes deseaban “algo más” (político, sexual,
dramático).
La curiosidad de ver a actores emigrados –como Lili Rentería, que
hacía veinte años no venía a Cuba–, en una obra premiada con el Pulitzer
(2003), y puesta en escena por la compañía El Público, debió ser un
motivo irresistible para los amantes del teatro, y un buen incentivo
para los menos asiduos.
Muchos esperaban un diálogo mayor con la actualidad cubana, que
“guiños” más explícitos (de contenido político) afloraran en las
relaciones de una familia cubana de inmigrantes en la Florida, allá por
el año 1929, cuando se inicia la Gran Depresión. Quizás, el chiste más
audaz que se emitió –de acuerdo con el contexto presente de la Isla– fue
que todo el mundo quería la ciudadanía americana.
La novela Ana Karerina es un pretexto, un mito social, en
donde se refleja el inconsciente de unos personajes que son de otra
época, y de otro continente. El relato original es una nube, que llueve
la historia de esa heroína rusa sobre una familia de tabaqueros cubanos,
hasta permearla con sus ideas, y revelar las tensiones entre el amor y
la cordura gregaria, entre la libertad y el destino matrimonial. El
héroe trágico –si se puede decir– de esta Karenina tropical es el lector
José Julián, quien sucumbe por haber logrado trasvasar los fantasmas de
la obra de Tolstoi a la vida de estos personajes cubanos.
Sin embargo, la obra de Nilo Cruz parece que no llega a un puerto
seguro, y se la pasa divagando (aunque con muchos toques de humor) sobre
una trama que no define bien los hilos principales de los secundarios, y
deja cabos sueltos, sin ninguna consecuencia, como la violación de
Marela.
Estados Unidos en La Habana
Los méritos de la puesta en escena de Carlos Díaz no deben buscarse
en lo que se dijo sobre las tablas, sino en lo que se mostró. En primer
lugar, trajo a la escena cubana a dos actrices emigradas, Lili Rentería y
Mabel Roch, que con su mera presencia han acercado a los cubanos de las
dos orillas, reafirmando una identidad nacional, más allá de cualquier
simpatía política. En segundo lugar, evocó una realidad histórica que ha
sido preterida en Cuba por más de medio siglo: y es que los Estados
Unidos han sido el principal refugio de la cultura cubana, incluso antes
de 1959, porque es la tierra donde nuestros antepasados han podido
conservar más pura su identidad (fuera de su país de origen), y soñar
con un futuro de independencia y prosperidad para Cuba. Las comunidades
de tabaqueros son, seguramente, el ejemplo más conocido.
Esa evocación se realizó por medio de la bandera norteamericana, que
fue el símbolo más destacado y atrevido de la puesta en escena. Se
reiteró en las banderitas que le dieron al público, para que las
meneasen durante una parte de la obra, en los abanicos de las actrices, y
en esos globos de color blanco, rojo y azul (que aludían, en un juego
de ambigüedad intencional, a las enseñas de los dos países). La imagen
fue acogida con tranquilidad, y hasta con cierta alegría lúdica. De
hecho, el día del estreno en Cuba se ofrecieron muchas banderitas
norteamericanas.
Y es que los “guiños” que probablemente deseaba recibir una parte del
público, no fueron tanto verbales, como plásticos. En una de las
escenas, una gran bandera norteamericana es izada como telón de fondo,
justo cuando se hace una votación democrática para decidir si el lector
se iba, o se quedaba trabajando en la tabaquería.
Otros elementos de la escenografía, como las cortinas blancas (tal
vez para significar la nieve) y el tríptico de los iconos ortodoxos,
podrían justificarse como una sugerencia al ambiente de la novela rusa,
pero creo que diluían mucho el entorno cubano de la obra, que debió
apoyarse más en el vestuario, y sobre todo, en las actuaciones.
Tal vez, esos artículos de los imaginarios ruso, norteamericano y
chino (con esas lamparitas redondas de color rojo, y la sombrilla de
papel) hayan querido ilustrar algunas de las influencias culturales que
ha tenido Cuba a lo largo de su historia, pero Ana en el trópico se queda vacilando entre dos aguas: no explora el núcleo de la cubanidad,
que ha sido recubierto por tantas culturas, ni se proyecta como un
drama humano, de alcance universal. Por consiguiente, habla por señas,
con la esperanza de que sean interpretadas como gestos proféticos.
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