Por Wendy Guerra
No vivimos en una transición pero ya no somos los mismos. Hay asuntos que pasaron de moda y que estamos a punto de perder. Así, poco a poco, dejaremos de ser y estar en un país intraducible. Creo que ésta será la forma en que cambiarán. Ciertas cosas en Cuba caerán en desuso, dejarán de ser lo que fueron, se esclarecerá o perderá su significado y, tal vez, serán sustituidas mecánicamente sin darle la importancia (a detalles) que deberían aparecer en nuestra memoria ante el serio hecho de un cambio.
Sobre las utopías haremos castillos de olvido, volviéndonos prácticos y operativos. Encenderemos las zonas oscuras de nuestra realidad, pero, nos miraremos en el espejo buscando en el fondo de nuestros ojos la incoherencia y la coherencia de una posible autobiografía. Sin esta revisión personal no habrá limpieza en el recuento, que transita de lo personal a lo colectivo. Repito, ya no seremos los mismos, y apresurando el paso intentaremos no culpar, no culparnos, para continuar la cotidianidad como personas civilizadas que desean subir un escalón humano, aquel que nos prometieron los mayores, pero que solo nuestro referente y necesidad de invención puede conseguir.
Sí, vamos dejando atrás esos asuntos inexplicables, endémicos.
Ya no discutimos como antes sobre la famosa libreta de abastecimiento, porque a diario, vamos por el pan, solo la utilizamos para “sacar” unos pocos productos que “llegan” como caídos del cielo. Ya ni existen aquellos cupones (O-12) (A-33) de la otra libreta (rosada o verde) con la que te comprabas o esto o aquello para vestir, untarte, asearte. Un día, subrepticiamente, desapareció de nuestras manos el modo de comprar textiles y botones, zapatos, agujas o desodorantes por la otra normativa disponible para racionar, fraccionar, compartir. ¿Preguntamos por ello? No, lo compramos en la moneda que no percibimos, y de eso ni se habla.
Hemos dejado de firmar el libro de las guardias del CDR, porque las cuadras parecen habitadas por nuevos vecinos, o deshabitadas por la vigilancia colectiva. El ojo sigue avizor, pero: ¿y las guardias?
No pasamos cables o telegramas, muy pocos ciudadanos tienen emails y nos comunicamos más a larga distancia, que en el cara a cara de toda la vida. Demasiado juntos en la distancia, demasiado lejos en esta cercanía.
Las personas que viajan al extranjero ya no pasan por “La Internacional”, aquella tienda en la que prestaban “abrigos y sombreros rusos” para cuidarnos del frío. Ya no salimos con las mismas maletas, ahora, perdidos en el mar de viajeros universales los cubanos intentamos integrarnos al mundo.
Poco a poco se extinguen los “mechones” para alumbrarnos, las maletas de palo, los coladores de café y reverberos chamuscados; los teléfonos públicos se oxidan dispersos por la ciudad y los mosquiteros son casi escenografía para la televisión nacional, que también va cambiando con demasiadas bajas de rostros conocidos y añorados.
Los radios vienen a hacer un lastimoso objeto del pasado, y mira que a los cubanos nos acompaña LA RADIO. ¿Quién sería yo sin la radio?
El Citrogal, las bolsas de agua caliente, el Algirol y el Mercurocromo siguen resultando útiles, pero hoy los compramos con otros nombres y en otra moneda, que, a su vez, usamos solo para adquirir un billete que nos permita realizar la operación mercantil. Nuestra moneda aparece, sí, en ese breve espacio que va de la ganancia a la conversión.
Las máquinas de escribir pasaron de moda aquí y en todo el mundo, pero los antiguos carros americanos nos siguen trasladando de La Habana Vieja a la playa, de la playa al sitio dónde se pueda llegar sin cruzar el túnel de la bahía. Son pocos los novios que esperan “la confronta” para volver a casa, cuando en los elegantes garajes del residencial Miramar se alzan y despiertan improvisadas cafeterías para desayunar.
Hemos dejado de despedirnos para siempre. La eternidad acorta su plazo. Sabemos que pronto nos volveremos a encontrar. No esperamos a que vengan, intentamos reencontrarlos, aunque se trate de una larga película donde, solo en los créditos, notamos cuánto hemos cambiado en el camino.
Somos una vía de reencuentro, para ir y venir, no un puente elevadizo, no un canal de malos entendidos, somos una vía que nos conduce a la revisión de una memoria que por fin nos concilie.
La ciudad poco a poco se va enrejando y las viejas ruinas se restauran para descubrir edificios que antes nos parecían laberintos perdidos. Donde vivía el trovador Iván Latour ahora despierta el artista visual Dagoberto (El Carpintero). Poco a poco vamos mutando, y en esa silenciosa lentitud está la verdadera naturaleza de los cambios.
Como el algodón al que le pones las semillas en el germinador, como en el verde y lento brote del experimento escolar, silenciosos, advertimos lo que antes fue prohibido, hoy permitido… y luego será natural. Volveremos a estar con los ausentes, recorriendo con horror asuntos tan en desuso como el odio.
Tomado de
http://www.elmundo.es/blogs/
Sobre las utopías haremos castillos de olvido, volviéndonos prácticos y operativos. Encenderemos las zonas oscuras de nuestra realidad, pero, nos miraremos en el espejo buscando en el fondo de nuestros ojos la incoherencia y la coherencia de una posible autobiografía. Sin esta revisión personal no habrá limpieza en el recuento, que transita de lo personal a lo colectivo. Repito, ya no seremos los mismos, y apresurando el paso intentaremos no culpar, no culparnos, para continuar la cotidianidad como personas civilizadas que desean subir un escalón humano, aquel que nos prometieron los mayores, pero que solo nuestro referente y necesidad de invención puede conseguir.
Sí, vamos dejando atrás esos asuntos inexplicables, endémicos.
Ya no discutimos como antes sobre la famosa libreta de abastecimiento, porque a diario, vamos por el pan, solo la utilizamos para “sacar” unos pocos productos que “llegan” como caídos del cielo. Ya ni existen aquellos cupones (O-12) (A-33) de la otra libreta (rosada o verde) con la que te comprabas o esto o aquello para vestir, untarte, asearte. Un día, subrepticiamente, desapareció de nuestras manos el modo de comprar textiles y botones, zapatos, agujas o desodorantes por la otra normativa disponible para racionar, fraccionar, compartir. ¿Preguntamos por ello? No, lo compramos en la moneda que no percibimos, y de eso ni se habla.
Hemos dejado de firmar el libro de las guardias del CDR, porque las cuadras parecen habitadas por nuevos vecinos, o deshabitadas por la vigilancia colectiva. El ojo sigue avizor, pero: ¿y las guardias?
No pasamos cables o telegramas, muy pocos ciudadanos tienen emails y nos comunicamos más a larga distancia, que en el cara a cara de toda la vida. Demasiado juntos en la distancia, demasiado lejos en esta cercanía.
Las personas que viajan al extranjero ya no pasan por “La Internacional”, aquella tienda en la que prestaban “abrigos y sombreros rusos” para cuidarnos del frío. Ya no salimos con las mismas maletas, ahora, perdidos en el mar de viajeros universales los cubanos intentamos integrarnos al mundo.
Poco a poco se extinguen los “mechones” para alumbrarnos, las maletas de palo, los coladores de café y reverberos chamuscados; los teléfonos públicos se oxidan dispersos por la ciudad y los mosquiteros son casi escenografía para la televisión nacional, que también va cambiando con demasiadas bajas de rostros conocidos y añorados.
Los radios vienen a hacer un lastimoso objeto del pasado, y mira que a los cubanos nos acompaña LA RADIO. ¿Quién sería yo sin la radio?
El Citrogal, las bolsas de agua caliente, el Algirol y el Mercurocromo siguen resultando útiles, pero hoy los compramos con otros nombres y en otra moneda, que, a su vez, usamos solo para adquirir un billete que nos permita realizar la operación mercantil. Nuestra moneda aparece, sí, en ese breve espacio que va de la ganancia a la conversión.
Las máquinas de escribir pasaron de moda aquí y en todo el mundo, pero los antiguos carros americanos nos siguen trasladando de La Habana Vieja a la playa, de la playa al sitio dónde se pueda llegar sin cruzar el túnel de la bahía. Son pocos los novios que esperan “la confronta” para volver a casa, cuando en los elegantes garajes del residencial Miramar se alzan y despiertan improvisadas cafeterías para desayunar.
Hemos dejado de despedirnos para siempre. La eternidad acorta su plazo. Sabemos que pronto nos volveremos a encontrar. No esperamos a que vengan, intentamos reencontrarlos, aunque se trate de una larga película donde, solo en los créditos, notamos cuánto hemos cambiado en el camino.
Somos una vía de reencuentro, para ir y venir, no un puente elevadizo, no un canal de malos entendidos, somos una vía que nos conduce a la revisión de una memoria que por fin nos concilie.
La ciudad poco a poco se va enrejando y las viejas ruinas se restauran para descubrir edificios que antes nos parecían laberintos perdidos. Donde vivía el trovador Iván Latour ahora despierta el artista visual Dagoberto (El Carpintero). Poco a poco vamos mutando, y en esa silenciosa lentitud está la verdadera naturaleza de los cambios.
Como el algodón al que le pones las semillas en el germinador, como en el verde y lento brote del experimento escolar, silenciosos, advertimos lo que antes fue prohibido, hoy permitido… y luego será natural. Volveremos a estar con los ausentes, recorriendo con horror asuntos tan en desuso como el odio.
Tomado de
http://www.elmundo.es/blogs/