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Semanas atrás, el caricaturista Garrincha posteó en su muro de Facebook
una curiosa premisa para el debate en red entre amigos comunes
emigrados. Preguntaba si a alguien más le había pasado que, en sueños,
volvía a estar en Cuba, y que además, por alguna razón, de buenas a
primeras no podía salir de la isla. Las respuestas resultaron de una
similitud asombrosa: Al parecer, casi todos los cubanos emigrados habían
tenido ese sueño – ¿pesadilla? – y, en no pocos casos, al parecer la
situación onírica se volvía tan recurrente como aquel clásico del
adolescente soñando que camina desnudo por los pasillos de su
secundaria.
Sin necesidad de ponernos demasiado freudianos, no cabe duda de que algo muy sensible lleva a sembrar tales ansiedades en el inconsciente de cualquier compatriota que alguna vez, de alguna manera, consiguió radicarse de forma permanente lejos de su país natal.
Por un lado, es raro encontrar a un cubano emigrado – o exiliado, que para estos efectos es lo mismo aunque el inconsciente, como veremos más adelante, parece tender más al exilio que a la mera mudanza de latitud- que no ansíe visitar a su patria, aún cuando se abstenga de hacerlo por falta de fondos, por boicotear al régimen, o porque llanamente la dictadura le ha negado el derecho a rebasar la aduana de su propio país; por otro lado, es evidente que ciertos pavores internos persisten a la hora de imaginar una permanencia forzosa dentro de aquellas fronteras nacionales, con independencia de cuál sea su relación actual con las autoridades migratorias.
Quizás no ayude mucho aquella virgiliana “maldita circunstancia del agua por todas partes”, lo cierto es que muchos de nosotros hemos desarrollado un raro instinto de supervivencia que no siempre se justifica en planos de la realidad, pero que identifica buena parte de ese subyacente temor a regresar, y con ello, la posibilidad de no volver a vivir en un ambiente “normal”.
Pongamos por caso: usted lleva algún tiempo viviendo fuera de Cuba, lo cual quiere decir que, de una manera u otra, se ha ido adaptando a las relaciones de convivencia en condiciones de civilización moderna, con los altibajos de un capitalismo imperfecto, con créditos, deudas o hipotecas, pero ya sin las presiones elementales del bocado de comida, la guagua que nunca llega y los zapatos que otra vez largaron la suela y hay que mandarlos a pegar. Usted ya sopesó que es preferible vivir con la presión de una tarjeta de crédito en fecha tope a la presión de un salario mensual que no le alcanza ni para comprar media libra de carne, con lo cual su razón lógica ya deslindó a la poesía del pragmatismo, a la nostalgia del confort, al gorrión de la lista interminable de canales por cable. Su inconsciente, no obstante, sigue temiendo que el cuerpo físico pueda quedar atrapado en aquella realidad que, de tantas maneras, atacaría de nueva cuenta a su estabilidad celular. El inconsciente conoce mejor que nadie el valor de las vitaminas, sabe como nadie que las pequeñas, constantes e interminables encrucijadas domésticas isleñas pueden minar la salud con mucha más presteza y sadismo que cualquier banco capitalista.
Otra variable importante incide en la insistencia de ese tipo de sueño en las noches del emigrado: Cuba es un territorio cuyas fronteras han permanecido cerradas por muchas décadas. Aún hoy, cuando aparentemente cualquier cubano puede ya adquirir un pasaje y pedir una visa, conseguir el importe para hacerlo sigue siendo un privilegio escaso por lo estratosféricamente costoso que resulta un boleto, a cualquier parte, si se le equipara al irrisorio salario medio nacional y que, si acaso, la decisión personal sólo podría resolverse con una balsa y un inevitable terror a morir en aguas traicioneras, devorado por tiburones. Ni los emigrados mexicanos que atraviesan el desierto o cruzan a nado un río podrían tener peor horizonte que ese. Quienes atravesaban el muro de Berlín en los ochenta jamás llegaron a reunir tantos puntos en su contra.
De alguna misteriosa manera hemos metabolizado también que los decrépitos artífices de nuestro ya antiguo sistema político no nos diseñaron genéticamente para asimilar la libertad de movimiento, que no crecimos con la posibilidad cultural de entrar y salir a voluntad, y que un primer viaje al extranjero siempre depende de fuerzas ajenas, de personas o instituciones que nos inviten y corran con los gastos. Y es ahí donde el cerebro nos traiciona, donde al dormir nos vemos a nosotros mismos indefensos, caminando por una ciudad propia que amamos, pero en la cual ya no queremos vivir. La sensación de asfixia sólo se suaviza cuando despertamos y vemos, con sorprendente alivio, que aún seguimos morando en el país que nos adoptó.
La pauta que el amigo Garincha dejó en la red social, a la postre, resultó tan inquietante y reveladora como cualquiera de sus caricaturas. Y es que el humor gráfico, como en la realidad – en este caso la agridulce realidad del emigrado o exiliado cubano – no siempre se muestra en su blanquinegra lógica cotidiana, sino proyectado en la oniris contestona, en la polisemia a menudo satírica de los sueños. Para confrontar a ese mundo tangible, al parecer, necesitamos antes reconocer nuestros más profundos y ridículos miedos.
SONORA, México, agosto 2013, Sin necesidad de ponernos demasiado freudianos, no cabe duda de que algo muy sensible lleva a sembrar tales ansiedades en el inconsciente de cualquier compatriota que alguna vez, de alguna manera, consiguió radicarse de forma permanente lejos de su país natal.
Por un lado, es raro encontrar a un cubano emigrado – o exiliado, que para estos efectos es lo mismo aunque el inconsciente, como veremos más adelante, parece tender más al exilio que a la mera mudanza de latitud- que no ansíe visitar a su patria, aún cuando se abstenga de hacerlo por falta de fondos, por boicotear al régimen, o porque llanamente la dictadura le ha negado el derecho a rebasar la aduana de su propio país; por otro lado, es evidente que ciertos pavores internos persisten a la hora de imaginar una permanencia forzosa dentro de aquellas fronteras nacionales, con independencia de cuál sea su relación actual con las autoridades migratorias.
Quizás no ayude mucho aquella virgiliana “maldita circunstancia del agua por todas partes”, lo cierto es que muchos de nosotros hemos desarrollado un raro instinto de supervivencia que no siempre se justifica en planos de la realidad, pero que identifica buena parte de ese subyacente temor a regresar, y con ello, la posibilidad de no volver a vivir en un ambiente “normal”.
Pongamos por caso: usted lleva algún tiempo viviendo fuera de Cuba, lo cual quiere decir que, de una manera u otra, se ha ido adaptando a las relaciones de convivencia en condiciones de civilización moderna, con los altibajos de un capitalismo imperfecto, con créditos, deudas o hipotecas, pero ya sin las presiones elementales del bocado de comida, la guagua que nunca llega y los zapatos que otra vez largaron la suela y hay que mandarlos a pegar. Usted ya sopesó que es preferible vivir con la presión de una tarjeta de crédito en fecha tope a la presión de un salario mensual que no le alcanza ni para comprar media libra de carne, con lo cual su razón lógica ya deslindó a la poesía del pragmatismo, a la nostalgia del confort, al gorrión de la lista interminable de canales por cable. Su inconsciente, no obstante, sigue temiendo que el cuerpo físico pueda quedar atrapado en aquella realidad que, de tantas maneras, atacaría de nueva cuenta a su estabilidad celular. El inconsciente conoce mejor que nadie el valor de las vitaminas, sabe como nadie que las pequeñas, constantes e interminables encrucijadas domésticas isleñas pueden minar la salud con mucha más presteza y sadismo que cualquier banco capitalista.
Otra variable importante incide en la insistencia de ese tipo de sueño en las noches del emigrado: Cuba es un territorio cuyas fronteras han permanecido cerradas por muchas décadas. Aún hoy, cuando aparentemente cualquier cubano puede ya adquirir un pasaje y pedir una visa, conseguir el importe para hacerlo sigue siendo un privilegio escaso por lo estratosféricamente costoso que resulta un boleto, a cualquier parte, si se le equipara al irrisorio salario medio nacional y que, si acaso, la decisión personal sólo podría resolverse con una balsa y un inevitable terror a morir en aguas traicioneras, devorado por tiburones. Ni los emigrados mexicanos que atraviesan el desierto o cruzan a nado un río podrían tener peor horizonte que ese. Quienes atravesaban el muro de Berlín en los ochenta jamás llegaron a reunir tantos puntos en su contra.
De alguna misteriosa manera hemos metabolizado también que los decrépitos artífices de nuestro ya antiguo sistema político no nos diseñaron genéticamente para asimilar la libertad de movimiento, que no crecimos con la posibilidad cultural de entrar y salir a voluntad, y que un primer viaje al extranjero siempre depende de fuerzas ajenas, de personas o instituciones que nos inviten y corran con los gastos. Y es ahí donde el cerebro nos traiciona, donde al dormir nos vemos a nosotros mismos indefensos, caminando por una ciudad propia que amamos, pero en la cual ya no queremos vivir. La sensación de asfixia sólo se suaviza cuando despertamos y vemos, con sorprendente alivio, que aún seguimos morando en el país que nos adoptó.
La pauta que el amigo Garincha dejó en la red social, a la postre, resultó tan inquietante y reveladora como cualquiera de sus caricaturas. Y es que el humor gráfico, como en la realidad – en este caso la agridulce realidad del emigrado o exiliado cubano – no siempre se muestra en su blanquinegra lógica cotidiana, sino proyectado en la oniris contestona, en la polisemia a menudo satírica de los sueños. Para confrontar a ese mundo tangible, al parecer, necesitamos antes reconocer nuestros más profundos y ridículos miedos.
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