Sentada en su vieja poltrona, escondida detrás de las coloniales rejas de su ventana, día a día, Sofía mira pasar los transeúntes. A veces su mirada se pierde tras las viejas fachadas y ya sus ojos no ven nada de lo que pasa debajo de su ventana.
Se escapa por el largo camino de los recuerdos, de las cosas perdidas por el paso de los años. A veces se le confunden las fechas, y siente que todo se repite día a día, como si el tiempo le jugara una mala pasada, detenido en una larga jornada, en este lugar donde todo permanece estático y las personas actúan como robots movidos por un discurso interminable, repetidor de la palabra: sacrificios. Es el discurso del monarcastro de turno a sus súbditos; siempre ordenando más y más y ya no hay formas de apretarse el cinturón sin que se desgarren las costillas.
Más de cincuenta años han pasado desde que los barbudos entraron a la ciudad prometiendo un cambio, declarando “una revolución hecha por los humildes, para los humildes y con los humildes”. Los humildes que no tenían nada y querían vivir decorosamente, creyeron que al fin les había llegado su hora; aplaudieron con entusiasmo y se dieron a la titánica tarea de querer construir una sociedad nueva, en la que todos serían iguales, con los mismos derechos y deberes ciudadanos. Creyeron que estaban trabajando para una Cuba nueva; sin prostitución, sin abusos de poder, sin discriminación. Una Cuba próspera, humana, libre, soberana democrática...
Sofía busca y rebusca y no encuentra qué fue lo qué se trabó en el intento. Día a día revive las imágenes de los primeros juicios, los paredones de fusilamientos, la renuncia del Comandante Hubert Matos, la desaparición de Camilo Cienfuegos, la alfabetización y su estribillo, de “estudio, trabajo, fusil” las tres opciones de aquel momento. Sofía recuerda las llamas que convirtieron la tienda El Encanto en cenizas… las movilizaciones por Playa Girón y los cubanos de la brigada 2506 que vinieron a pelear contra los barbudos revolucionarios. Cubanos que fueron tratados como mercenarios al servicio de Estados Unidos y luego fueron cambiados por comida, compotas y leche… Sofía todavía no entiende qué pasó aquel octubre de la crisis de los misiles, solo sabe que por poco se desata la tercera guerra mundial. Por su mente desfilan confusas las imágenes de los alzados del Escambray y de la Sierra del Rosario. Imágenes que se confunden con los recuerdos de Julian, su hijo mayor. Cuando piensa en él, no puede evitar las lágrimas. Julian se fue en un bote pesquero con su mujer y sus dos niñas. Fue una tarde de mal tiempo. Su nuera se fue llorando por temor a la tormenta mientras sus dos pequeñas nietas reían contentas porque iban a conocer la nieve. Otra vez las lágrimas empañan sus recuerdos de aquel día en que también lloraba por el hijo culpado de traidor, de gusano apátrida...Su hijo y su familia condenados al destierro… Son recuerdos que se mezclan con otros ocurridos mucho después, cuando volvieron a encontrase en una visita de apenas unos días. Le duele pensar en su hijo Julián, en sus nietas perdidas para siempre por habitar en mundos diferentes…
Otra vez revive los remotos primeros veinte años marcados por las tantas guerras en países en los que Cuba, a penas un punto en la geografía, era presentada como "un faro y guía de América Latina, Asia y Africa con su cacareada “Gran derrota del Imperialismo Yanqui en América”. Uno de los países que se coló en la casa y vida de todos los cubanos fue Angola…
Para Sofía Angola es mucho más que un país de negros africanos. Angola es el recuerdo imborrable de su nieto Adriano…Las lágrimas otra vez se escapan involuntariamente. Sus pasos por el tiempo la llevan a la última vez que vio su rostro... Cuando partió con su uniforme verde olivo sólo tenía diecisiete años y su cabeza llena de sueños. Adriano se fue pensando que el servicio pasaría rápido. Soñaba con el mar y con los barcos en los puertos. Su nieto quería ser marinero mercante para recorrer el mundo y regresar a la casa cargado de regalos para todos. A Adriano lo mandaron a la guerra, a cumplir una misión internacionalista y allá quedó su sangre derramada en vano… Al cabo de diez años les entregaron una cajita sellada; les dijeron que en ella venían los restos del muchacho. Era una cajita pequeña, de madera forrada de una tela negra. Era igual a las diez mil cajitas que llegaron de regreso a casa allá por los años 90, como última remesa de la guerra en Angola. Pero Adriano no fue escogido para representar a su ciudad en el cementerio donde descansan los restos de los mártires ilustres. Solo catorce de los diez mil soldados muertos en Angola fueron enterrados en el mausoleo de los héroes. El pobre muchacho ni siquiera era militante de la juventud comunista de Cuba cuando perdió la vida en tierra extraña. Era uno más del montón, un joven adolescente que murió cumpliendo con "su deber" como recluta de siete pesos cubanos , enrolado, por su edad, en el servicio militar obligatorio de Cuba. Adriano no era más que un pobre soldado raso de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, que por esa época estaban empeñadas en guerras de “liberación” en tierras lejanas para exportar la revolución fidelista_ socialista a los países del tercer mundo unidos por su odio al desarrollo de las potencias capitalistas, y sobre todo, por su odio a Los Estados Unidos de América. Era la época del sacrificio por el internacionalismo proletario…
Sofía, como la gran mayoría de las madres cubanas, nunca ha comprendido por qué el gobierno ha mandado y continua mandando a los jóvenes a pelear o a cumplir misiones especiales en tierras extranjeras si en Cuba siempre se ha necesitado de brazos fuertes para trabajar y sacar a la patria del estancamiento en que ha caído por los desastres y fracasos de planes y más planes que desde 1959 no acaban de dar resultados satisfactorios para que los pobres dejen de ser tan y más pobres que antes.
Como un relámpago vuelve "a vivir" el año del esfuerzo decisivo, seguido por el fracaso de la zafra de los diez millones… Aunque quiera no puede evitar pensar en Chile y en la libra de azúcar que les quitaron de la cuota, ya de por si escasa: seis libras por persona al mes, en un país hecho de azúcar. Aquella libra de azucar era "un pequeño sacrificio" pedido al pueblo cubano en solidaridad con el gobierno de Allende... Pero han pasado más de treinta y cinco años de los acontecimientos del Palacio de la Moneda, y hace más de quince que el dictador Augusto Pinochet entregó el gobierno de Chile a la democracia, y esa libra de azúcar sacrificada en aquel entonces, no ha regresado a la cuota. Cuota que luego fue reducida a cuatro desde el período especial de los años 90.
Sofía está convencida que esa libra de azúcar no volverá a la libreta de racionamiento, porque, aunque Cuba era un gran exportador de azúcar en otra época, ahora a penas se produce lo necesario para el consumo nacional. Sofia piensa que hay que hacerle un monumento al azúcar que tantas vidas ha salvado en estos años de crisis. Pero de nada vale que el agua con azúcar, caliente o fría, sea lo único que beban los cubanos al comenzar el día. Eso, a los que mandan, no les importa. Ellos desayunan otras cosas. El agua de zambumbia, hecha con azúcar prieta es parte de “lo nuevo” de estos tiempos, se ha impuesto en contra de gustos y costumbres por la falta de pan, galleta, mantequilla y una buena taza de café con leche… ¿Pero quién se acuerda que el café con leche y el pan con mantequilla era el desayuno predilecto del cubano antes de 1959?
Son tantas y tantas las costumbres y tradiciones cubanas perdidas en estos cincuenta años de constantes escaseces, que ya nadie se acuerda del café con leche ni de las frutas jugosas que se encontraban a montones en cualquier lugar. Son décadas y décadas en lo mismo: en acostarse y levantarse pensando dónde y cómo conseguir la comida del día…
Torpes y mal alimentados andan esos cuerpos que caminan como autómatas cargando una jaba plástica en la que echan lo que encuentren a su paso, así sea en el latón de la basura de los barrios donde viven los que compran en las shoppings, esos que no se sientan tras las ventanas de una habitación en ruina, a ver pasar la muchedumbre como jauría deambulando por las calles en busca de comida.
Muchedumbre que no piensa o no le importa lo que digan los papeles con las absurdas leyes que la privan de los más elementales derechos. Leyes tan ambiguas y absurdas que declaran ilegales a los nacidos en los campos y ciudades de otras provincias, pobres muertos de hambre que han llenado los "barrios de quita y pon”; los barrios marginales que abundan en los alrededores de la capital, donde viven niños declarados ilegales y que no tienen el derecho al litro de leche que le asignan a otros por ser menores de siete años como ellos, pero con la gran diferencia de que han tenido la suerte de nacer legales en La Habana.
Los ojos de Sofía están marchitos y agotados de ver tanta miseria en la que cinco décadas atrás era una de las zonas más alegre de La Habana: Prado y Neptuno, famosa también por el chachachá de Enrique Jorrín que la Orquesta Aragón inmortalizó con su estribillo: La engañadora.
Desde su vieja y destartalada ventana, Sofía mira y mira y aunque no encuentre nada nuevo, ella sigue fiel a sus recuerdos y como una vigía sigue oteando el horizonte, aunque nadie entienda lo que ve una señora, de más de setenta años, detrás de su ventana. A nadie le preocupa su existencia pero ella está ahí: firme, esperando para ser de las primeras, en ver lo que ha de llegar algún día, a pesardel discurso oficialista y de la monotonía que persiste en fulminarla
Esperanza E Serrano
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