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jueves, 20 de septiembre de 2018

El olor de la lluvia







Hace poco hablamos sobre el secreto del olor de los libros viejos: un aroma tan identificable como impreciso, casi imposible de describir, o en realidad de comparar, ya que sencillamente es un olor que no se repite en ningún otro objeto fabricado por el hombre. Hoy daremos cuenta de otro aroma misterioso: el olor a lluvia.


Hay personas que aseguran enérgicamente que pueden sentir el olor a lluvia; otros, más modestos, se conforman con vindicar el olor a pasto justo después de llover. En cualquier caso, los antropólogos sostienen que nuestros ancestros establecieron un vínculo muy estrecho, y positivo, desde luego, con el olor a lluvia, y que por eso nos agrada tanto, aún para los que podríamos jurar ante un tribunal que rara vez lo hemos percibido.


Todo parece indicar que hay lluvias que producen un olor más intenso que otras, en especial las que coinciden con el final de la estación seca. Nuestro cerebro, cuyo software aún no ha sido completamente anulado por los estímulos de la vida moderna, asocia a la lluvia con una reactivación en la naturaleza.


En este punto es lógico suponer que el olor a lluvia es, en definitiva, el olor a vida.


Los olores, independientemente de su procedencia, detonan emociones. El bulbo olfativo está relacionado estrechamente con el sistema límbico, un área del cerebro encargada de regular los estados emocionales. Es por eso que ciertos olores son capaces de producir recuerdos personales, y otros, en cambio, despiertan estructuras mucho más antiguas; atávicas, comunes a toda la humanidad.


Es importante señalar que las mujeres son mejores para oler la lluvia; precisamente porque poseen mayor sensibilidad olfativa que el hombre, con un promedio de 50% más de neuronas trabajando en el bulbo olfativo.

Pero volvamos al tema que nos interesa: ¿a qué huele en realidad la lluvia?


El olor a lluvia es, en última instancia, una combinación de varios aromas actuando simultáneamente.

El olor a lluvia más fuerte, y el más fácil de percibir, ocurre cuando la lluvia cae sobre la tierra seca o las rocas, no sobre el pasto o la hierba. Ese olor incluso tiene un nombre: Petricor, que deriva del griego petros, «piedra»; e ikhor, término que refería a la sangre de los dioses.


Cuando el agua cae sobre la tierra, o sobre las rocas, se libera un compuesto llamado geosmina, básicamente un subproducto metabólico de ciertas actinobacterias. Muchos animales e insectos pueden detectarla incluso con la más ligera humedad en el suelo, aunque nosotros necesitamos de la lluvia para percibirlo.

Curiosamente, el mismo olor se encuentra en la cáscara de la remolacha, y en ciertos hongos que la prudencia exige no clasificar aquí.

Ahora bien, el Petricor es el olor a lluvia cuando esta cae sobre la tierra; pero seguramente muchos coincidirán en que existe otro aroma, uno que incluso permanece suspendido en el aire después que ha dejado de llover.

El poeta William Blake —a quien se le atribuye el olfato de un dromedario— realmente estaba en lo cierto cuando describían esa extraña fragancia que parecía flotar en el aire después de la lluvia. Se trata, decíamos, de una combinación de olores y reacciones químicas:


1- Ozono: cuyo olor se asemeja vagamente al del cloro. Se produce a partir de la descomposición de las moléculas de oxígeno y nitrógeno. Este olor no se origina en el suelo, sino que es presionado hacia abajo por las corrientes de aire que circulan en las nubes de lluvia. Su aroma podría resumirse de la siguiente forma: huele a limpio.

2- Geosmina: de olor parecido a la humedad que se desprende el moho. Algunas bacterias, como el streptomyces coelicolor, liberan esporas cuando llega la lluvia, y permanecen suspendidas en el aire durante varios minutos después de que hayan cesado las precipitaciones. Su olor, aislado del ozono, es sencillamente el olor a tierra mojada.

William Blake fue, además de un extraordinario poeta, un gran olfateador de lluvias. La mayoría de nosotros somos mucho más sensibles a la geosmina, de forma tal que rara vez detectamos el aroma fresco del ozono suspendido en el aire, pero el poeta, en cambio, se jactaba de poder seguir el rastro de las corrientes de ozono antes de que ascendieran nuevamente hacia las nubles.

Naturalmente, William Blake no hablaba de ozono en aquellos tiempos, sino de un rastro odorífero que él asociaba con el olor de los ángeles y otras criaturas escurridizas.